Túpac presentó una petición formal para que los indios fueran liberados del trabajo obligatorio en las minas. Denunciaba los esfuerzos inhumanos a que eran sometidos y pedía también que se acabara con los obrajes, verdaderos campos de concentración donde se obligaba a hombres y mujeres, ancianos y niños a trabajar sin descanso. La Audiencia de Lima, compuesta mayoritariamente por encomenderos y mineros explotadores, ni siquiera se dignó a escuchar sus reclamos. Túpac fue entendiendo que debía tomar medidas más radicales y comenzó a preparar la insurrección más extraordinaria de la que tenga memoria esta parte del continente. Los niños de ojos tristes, los viejos con la salud arruinada por el polvo y el mercurio de las minas, las mujeres cansadas de ver morir en agonías interminables a sus hombres y a sus hijos, todos comenzaron a formar el ejército libertador.
La primera tarea fue el acopio de armas de fuego, vedadas a los indígenas. Pequeños grupos asaltaron depósitos y casas de mineros y el arsenal rebelde fue creciendo. Abuelos y nietos se dedicaron a la fabricación de armas blancas, pelando cañas, preparando flechas vengadoras. Las mujeres tejían maravillosas mantas con los colores prohibidos por los españoles. Una de ellas sería adoptada como bandera por el ejército libertador. Con los colores del arco iris, la wipala aún flamea en los Andes peruanos y bolivianos. El 4 de noviembre de 1780, Túpac Amaru detuvo al corregidor de Tinta, Antonio de Arriaga y lo obligó a firmar una carta en la que pedía a las autoridades que enviaran dinero y armas para combatir a los rebeldes. Solícitamente le fueron enviados 22.000 pesos, algunas barras de oro, 75 mosquetes y cientos de mulas. Todo pasó a manos del ejército rebelde y tras un juicio sumario, Arriaga fue ajusticiado el 9 de noviembre, en la misma plaza donde había torturado y enviado al cadalso a tantos inocentes.
El 18 de noviembre de 1780 se produjo la batalla de Sangarará en la que las fuerzas rebeldes derrotaron al ejército realista dirigido por Tiburcio Landa. Los rebeldes parecían imparables.
Manuel Godoy, estrecho colaborador del rey Carlos IV cuenta en sus memorias: “Nadie ignora cuánto se halló cerca de ser perdido, por los años de 1780 y 1781, todo el Virreinato del Perú y una parte del de la Plata, cuando alzó el estandarte de la insurrección el famoso Condorcanqui, más conocido por el nombre de Túpac Amaru.”
Tras el triunfo de Sangarará, Túpac Amaru cometió el error de no marchar sobre Cuzco, como le aconsejaba su compañera y lugarteniente Micaela, y regresar a su cuartel general de Tungasuca, en un intento de facilitar una negociación de paz. La gravedad de la situación llevó a los virreyes de Lima y Buenos Aires a unir sus fuerzas en un ejército de 17.000 hombres al mando del visitador general, José Antonio Areche quien llevó adelante una feroz campaña terrorista de saqueo de pueblos y asesinato indiscriminado de todos sus habitantes, logrando que muchos desertaran del ejército rebelde y facilitando la derrota definitiva de los insurrectos. Túpac fue hecho prisionero -gracias a la traición de su compadre Francisco Santa Cruz- y trasladado al Cuzco. El visitador Areche entró intempestivamente en su calabozo para exigirle bajo tortura los nombres de los cómplices de la rebelión.
Túpac Amaru le contestó con desprecio: “Nosotros dos somos los únicos conspiradores; Vuestra merced por haber agobiado al país con exacciones insoportables y yo por haber querido libertar al pueblo de semejante tiranía. Aquí estoy para que me castiguen solo, al fin de que otros queden con vida y yo solo en el castigo. Túpac no delató a nadie, se guardó para él y la historia, el nombre y la ubicación de sus compañeros. El siniestro visitador Areche reconoció en un informe al virrey el coraje y la resistencia de aquel hombre extraordinario, dejando constancia de que los días continuados de tortura no pudieron quebrar al rebelde: “el Inca Tupac Amaru es un espíritu y naturaleza muy robusta y de una serenidad imponderable”. Túpac fue “juzgado” a la manera de la autodenominada justicia española, heredera de la Inquisición, y condenado a muerte junto a su compañera y toda su familia.
El 18 de mayo de 1781, quedaron expuestos a los “civilizadores” que los descuartizaron. Fernando Túpac Amaru, de diez años de edad, quiso volver la cabeza y taparse los ojos, pero fue obligado a presenciar el sacrificio de sus padres y hermanos. Pero a pesar de la barbarie, los asesinos de Túpac y su familia ya no podrían descansar tranquilos. Años después de perpetrada su masacre, en todo el territorio americano era otro el catecismo que se leía, eran otras las enseñanzas que se aprendían; la dignidad comenzaba a campear y el habitante originario iba a acostumbrándose a caminar erguido. Los revolucionarios de 1810 serán llamados “tupamaros” por los documentos españoles de la época y este calificativo será asumido con orgullo por los rebeldes que lo harán propio, como lo señala la copla anónima de aquellos años:
Al amigo Don Fernando
Vaya que lo llama un buey
Porque los Tupamaros
No queremos tener rey.
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