Atender la emergencia implicó un despliegue de médicos, ambulancias, bomberos, autobombas y -casi en las sombras- de un equipo de psicólogos del Gobierno de la Ciudad, especialmente preparado para atender a víctimas, sobrevivientes y familiares en situaciones extremas.
“La noche de Cromañón estaba en una fiesta de fin de año, en un asado con mis compañeros de trabajo, donde nos desempeñábamos como operadores de servicios de emergencia de la ciudad”, rememora, a doce años de aquella noche, la psicóloga Paz Ferreyra. “Nos llamaron por fuera del horario de servicio, y nuestros jefes nos comentaron que había ocurrido un accidente”.
En los primeros minutos, nadie había tomado verdadera dimensión de lo que estaba pasando: “En un principio había un chico fallecido en un boliche, que luego fueron dos… cuando prendimos la tele, se seguían sumando. Interrumpimos la fiesta y nos fuimos al lugar para dar servicio”.
Para cuando llegaron los últimos especialistas -Ferreyra incluida-, los sobrevivientes habían sido derivados. Pero la noche recién comenzaba. E iba a ser larga. Su misión: la morgue, para acompañar a las familias en el reconocimiento de los cuerpos.
“Cuando llegamos, estaba todo desorganizado”, recuerda. Muchas familias eran expuestas al dolor gratuito de desfilar ante muchos cadáveres para identificar si alguno de ellos era su hijo o hija. Era imprescindible darles contención inmediata.
Entre los profesionales involucrados ordenaron el trabajo armado dos “estaciones”. Un fotógrafo del gobierno porteño tomaba imágenes de los cuerpos y las cargaban en computadoras. Empleados del gobierno porteño y voluntarios de organizaciones solidarias que se sumaron en forma espontánea para ayudar, asistían a las familias. Al menos ya no tenían que pasearse entre cadáveres.
“Hacían un pasaje de fotos de los cuerpos y, cuando había una coincidencia, empezaba el trabajo nuestro: acompañar al familiar para comenzar con el circuito formal, legal y burocrático para darle curso a este reconocimiento”.
Dolor absoluto
La morgue era, esa noche, un catálogo de sufrimiento. “Me encontré con una situación de realidad absoluta de dolor”, narra la psicóloga, “Me encontré con la animalidad, con el instinto de preservación de la cría. Me encontré con la maternidad y la paternidad en su más pura expresión. Lo antinatural, el dolor y la tristeza absoluta, donde todos los libros que podes leer en la universidad, los tenes que dejar de lado y poner el cuerpo e intervenir en este tipo de situación”.
Aún recuerda, a más de una década, los gritos desgarradores de esas madres. “A veces tenes que dejar todos los tomos de Freud en la biblioteca y poner una mano en el hombro; evitar que una persona salga corriendo y lo pise un auto por haberse enterado de la realidad mas cruda de su hijo o hija. Tenes que ayudar a preservar a los que quedaron y atender el dolor inmediato. Es indescriptible en palabras y solo se traduce en sentimiento y emoción total”.
Nadie sale indemne de una experiencia así, ni siquiera un psicólogo debidamente formado y en ejercicio de la profesión. “Ningún profesional, por más universitario que sea, por más licenciado o doctor que sea, está preparado para esto. Es un trabajo de campo, de emergencia, que implica darte de cara a lo real. La realidad irrumpe, te foguea y te obliga a poner, como profesional y humano, lo mejor de vos”.
Durante las primeras semanas posteriores a la tragedia, el mismo equipo de psicólogos que atendió aquella noche fatídica hizo el seguimiento de las familias. Luego, otros organismos se fueron haciendo cargo.
“Se trabajó haciendo asistencia y acompañamiento en lo logístico a familias sin recursos, que no podían darle un sepelio digno a sus hijos”, cuenta la especialista, “Se acompaño en las necesidades básicas y se articuló con otros organizamos dependiente de la ciudad, Nación, tercer sector, ciudadanos”.
“Me marcó como profesional y como ser humano para siempre”, concluye la licenciada Paz Ferreyra.
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